En abril de 2018 estalló en Nicaragua una ola de protestas sociales que el gobierno decidió responder con una política de represión vigente hasta la actualidad. Uno de sus rasgos más distintivo es la aplicación de un estado de excepción de facto que restringe el ejercicio de derechos ciudadanos fundamentales como la libertad de movilización y la libertad de expresión. Los principales ejecutores de esa política son las fuerzas de policía y grupos de civiles armados simpatizantes del gobierno, pero incluye a otras instituciones estatales como parte de una red de dispositivos de represión y control social instalados gradualmente desde el 2007 por el mismo gobierno, cuando el presidente Daniel Ortega regresó a la presidencia.

El ejército hace parte de ese engranaje y es una de las instituciones que respalda políticamente al gobierno de Ortega desde abril de 2018 cuando el nivel de la contienda política se elevó rápidamente hasta el punto de sumir al país en una profunda crisis política.

La política de represión aplicada ha comprometido seriamente la legitimidad y confianza de las fuerzas armadas y policiales por sus omisiones y actuaciones, especialmente en el caso de la policía que es señalada de graves violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad por organismos internacionales de derechos humanos. (ver Latibarómetro 2018, pág. 50)

Un aspecto de la agenda política planteada por los actores de oposición para una eventual transición política consiste en reformar los sectores de la defensa y la seguridad. La reforma es indispensable por varias razones. Una de las más importantes es porque desde el año 2010, Daniel Ortega, actual presidente de Nicaragua (2007-2020), promovió la aprobación de un conjunto de leyes que modificaron el marco normativo de la defensa y la seguridad, reconfigurando el modelo de Estado y de régimen político al establecer una subordinación directa del Ejército y la Policía a la autoridad ejecutiva, eliminando la supervisión y control de otras autoridades civiles sobre las dos instituciones, entre ellas el Ministerio de Defensa y el Ministerio de Gobernación, y atribuyéndose amplias facultades para definir las políticas de defensa y seguridad de manera unilateral. (ver Informe GIEI, 2018. Pág. 45, 48 y 58)

Una de las reformas institucionales más críticas del sector defensa y seguridad consiste en reconstruir el marco normativo e institucional a fin de asegurar la debida subordinación de las fuerzas militares y policiales a las autoridades civiles legislativas y administrativas, además del Ejecutivo; restablecer los mecanismos civiles de supervisión y control; reforzar el papel de los Ministerios de Defensa y Gobernación; y trasladar la formulación de las políticas públicas en materia de defensa y seguridad a esas instituciones. Además, es preciso devolver al ejército y la policía su carácter nacional, es decir, que sean respetuosas de la ley y la autoridad civil, que sean realmente no deliberantes y no partidarias, y que actúen de acuerdo con principios democráticos y respeto a los derechos humanos. De manera que el proceso de reforma tiene que efectuarse con un alto nivel de madurez y responsabilidad, así como con visión estratégica.

Durante los últimos años también se distorsionó la carrera militar y policial, de manera que los criterios técnicos y de formación establecidos para los ascensos y promociones fueron sustituidos por relaciones de lealtad, influencia y clientelismo político al más alto nivel. En ese sentido, uno de los aspectos a considerar en un proceso de reforma institucional es el restablecimiento de esos parámetros como parte de los mecanismos de promoción y ascenso tanto en el caso del Ejército como de la Policía. Eso incluye el retiro del jefe del ejército y el director de la policía una vez que han cumplido un período en el cargo, de la misma forma que la prohibición para que oficiales de ambas instituciones ocupen cargos de naturaleza civil en el aparato estatal.

En el sector seguridad, es necesario realizar una profunda depuración y reforma de la Policía considerando que una buena parte de los efectivos, especialmente la jefatura y ciertas unidades operativas, participaron activamente y tienen responsabilidad directa en las violaciones de derechos humanos que se han cometido durante la represión gubernamental ejecutada desde el 2018 hasta la actualidad, pero además, porque también son responsables de crímenes de lesa humanidad cometidos especialmente durante los meses más intensos de la represión.

El proceso de depuración policial debería ser gradual pero firme y exhaustivo, para separar de sus cargos a aquellos oficiales implicados en violaciones de derechos humanos y preservar a quienes estén libres de responsabilidad. Otros aspectos institucionales que deben ser sometidos a revisión son los procesos de formación policial y militar basados en el respeto a los derechos humanos y a la ley; el establecimiento de mecanismos internos de supervisión, control y sanción a diferentes niveles; la revisión de la estructura y las funciones de unidades policiales que participaron en las acciones de represión; y los procesos de selección e incorporación de nuevos efectivos policiales, sobre todo los nuevos ingresos producidos desde 2018 hasta la actualidad.

En el caso del Ejército el escenario es más complejo porque, a diferencia de la Policía, no participó visiblemente en las acciones de represión (ver informe GIEI, 2018. Pág. 192), pero si ha jugado un papel como actor político respaldando públicamente a Daniel Ortega. Un proceso de reforma del sector defensa también debe incluir una investigación exhaustiva y el esclarecimiento de las denuncias públicas que se han hecho en relación a la participación de directa e indirecta en las acciones de represión.

Por otra parte, el Ejército tiene la responsabilidad ineludible de desarmar a los grupos de civiles armados organizados y protegidos por el gobierno desde 2018 (ver Informe GIEI, 2018. Pág. 54). Durante la transición política y la pacificación a inicios de los años 90, el proceso de desarme de excombatientes transcurrió de manera voluntaria, pero esta vez es previsible que sea coercitivo; una tarea que solamente puede recaer sobre el Ejército en tanto es la fuerza armada legítimamente constituida.

El escenario futuro es complejo para el sector de la defensa y la seguridad en Nicaragua. La reforma es indispensable, significa un esfuerzo jurídico e institucional fuerte, pero sobre todo demanda un compromiso firme de los líderes políticos y los funcionarios civiles estatales para su aplicación. Si la transición de los años 90 permitió avanzar un proceso de profesionalización de las fuerzas armadas y la policía, truncado durante los últimos diez años, con el regreso de Ortega a la presidencia, la transición que está nuevamente a las puertas ofrece una oportunidad única para sentar estas bases de manera perdurable.

Nota del autor: Este artículo es un resumen del ensayo titulado: “La represión institucionalizada: un sistema de dispositivos letales. Publicado recientemente en el libro Nicaragua. El cambio azul y blanco (www.elcambioazulyblanco.com)

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