Muchos de los aduladores del régimen de Ortega se esfuerzan por describirlo como un régimen político novedoso, como una innovación política tropical. Entendiendo la confusión, o más bien el oportunismo de los aduladores, utilicé las herramientas, teóricas y conceptuales, del politólogo Andreas Schedler para caracterizar el régimen de Ortega.
Los regímenes militares y de partido único son cosas del pasado. Para Schedler, los regímenes como los de Ortega están obsesionados por celebrar elecciones. Para él, estos regímenes autoritarios fluctúan entre dos fronteras: entre la “dictadura cerrada” que suprime las elecciones y que no tiene elecciones pluripartidistas, y las “democracias electorales” que tienen defectos de calidad pero que cumplen las normas mínimas de la democracia.
Schedler conceptualiza, brillantemente, a estos regímenes así: “Los regímenes autoritarios electorales ni practican la democracia ni recurren regularmente a la represión abierta. Organizan elecciones periódicas y de este modo tratan de conseguir, cuando menos, cierta apariencia de legitimidad democrática, con la esperanza de satisfacer tanto a los actores externos como a los internos. Al mismo tiempo, su sueño es cosechar los frutos de la legitimidad electoral sin correr los riesgos de la incertidumbre democrática. Buscando un equilibrio entre el control electoral y la credibilidad electoral, se sitúan en una zona nebulosa de ambivalencia estructural”.
Aplicando las conceptualizaciones de Schedler, el régimen de Ortega aparece como una autocracia electoral. Tiene elecciones formalmente competitivas, incluso se da el lujo de tener un poder electoral. Formalmente, parece una democracia electoral, tiene elecciones nacionales y municipales con sufragio universal y con partidos de oposición. Entonces, ¿dónde está la diferencia? Como bien lo define Schedler: “La diferencia entre ambos tipos de régimen no está en las instituciones formales sino en las prácticas reales”. La frontera entre las autocracias electorales y las democracias electorales es práctica. Solo tenemos que respondernos esta pregunta: ¿En qué tipo de prácticas, en el régimen de Ortega, violan las normas democráticas de forma tan severa y sistemática que hacen a las elecciones no incluyentes, no competitivas, no equitativas para considerarlas como no democráticas?
Para Schedler existe un método muy sencillo para establecer la línea divisoria entre democracia y autoritarismo. Se trata de consultar la opinión de los expertos para determinar la calidad democrática del régimen. Otro elemento fundamental es establecer las estrategias que utiliza el régimen para manipular las elecciones. Usualmente, este tipo de régimen autoritario utiliza dos estrategias básicas: el fraude electoral y la manipulación política.
El dictamen de los expertos nacionales Ética y Transparencia e Ipade ha sido contundente: hubo fraude electoral y las alteraciones fueron tan grandes que las elecciones son inauditables. Para el Centro Carter, la Unión Europea y la OEA hubo graves alteraciones a la voluntad popular y a la normativa electoral y lo expresaron a través de sus informes.
Finalmente, las precisiones conceptuales de Schedler se cumplieron en las elecciones del 2016, cuando Ortega expresó que este “proceso electoral… se desarrolló sin odio, sin confrontación, sin muertes… aquí como que no hay elecciones, porque no nos estamos insultando”. Allí se sintetizó el sueño autoritario. Creyó, borrar el fraude y la manipulación política, eliminando a los opositores y a la observación electoral; sin asumir el estrés y la incertidumbre política que les infunden las elecciones libres. Reapareció el síndrome de 1990. En palabras de Schedler, aspiraron a cosechar los frutos de la legitimidad sin poner en riesgo el poder. Yo llamaría a esa estrategia, el porvenir de una ilusión, y creo, sin temor a equivocarme, que Schedler estaría de acuerdo conmigo.
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